Venezuela es un nido de contrabandistas

Por Daniel Seixo

«Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad.» Simón Bolívar, El Libertador

«Buscamos la solidaridad no como un fin sino como un medio encaminado a lograr que nuestra América cumpla su misión universal.» José Martí

«Patria, socialismo o muerte. Si queremos patria y vida, vámonos por la vía socialista. La vía capitalista nos lleva directos a la muerte de la patria, a la muerte de la esperanza, a la muerte de la dignidad, a la muerte de la especie humana incluso» Hugo Chávez

¡Que no te vendan la fábula de los derechos humanos o la lucha contra el narcotráfico, que no te susurren la mentira! Que no te engañen con el humo espeso de la propaganda, esa cortina de humo que el imperio ha tejido para ocultar su propia barbarie y el reguero de sangre que traza un despiadado camino desde los recursos naturales del Sur global hasta las metrópolis occidentales. Te dirán que en Venezuela hay contrabando y te pintarán el cuadro de lo de siempre: cocaína empaquetada en la selva, lingotes de oro ilícitos cruzando la frontera, litros de gasolina fugándose como sangre por una herida abierta. Te querrán convencer acerca de que los líderes políticos y sociales de esa tierra solo trafican con la desesperación y el vicio. Pero nada más lejos de la realidad. La mercancía más subversiva, la más peligrosa que hoy se traslada desde las venas abiertas de la patria bolivariana, la que se comparte libremente con la furia callada de la resistencia y se esparce como pólvora entre los pueblos oprimidos, no es lo que figura en los informes de la DEA, ni en los titulares de la CNN. Lo que Venezuela exporta al mundo, bajo el asedio y el escarnio, es el ejemplo de una patria digna, un pueblo que resiste y una soberanía que no se vende. Ejemplos que queman en la retina de un Imperio en decadencia. Una revolución que, pese a los continuos obituarios prematuros, se niega obstinadamente a morir.

Si uno escucha a los noticieros de Washington o a los editorialistas madrileños que al dictado hablan de Venezuela como quien habla de un planeta remoto, terminará creyendo que en ese país caribeño no hay más que caos, desesperación y sombras. Pero basta poner un pie en cualquier barrio de Caracas o atender a los relatos de sus habitantes, para lograr entender que sí hay contrabandistas en Venezuela, claro que sí: contrabandistas de dignidad, de esos que ante cada sanción, cada decreto estadounidense, cada insulto y cada amenaza, responden con un ejemplo que no debería cruzar fronteras… Y, sin embargo, lo hace.

Porque Venezuela está traficando con algo mucho más peligroso que cualquier droga: está traficando soberanía. Y eso, es el tipo de mercancía que más teme el imperio.

Washington puede tolerar la cocaína, la corrupción, a los dictadores que tiene en el bolsillo. Puede tolerar incluso un genocidio con cientos de miles de niños palestino muertos o la extrema pobreza en su seno. Lo que no puede tolerar, lo que jamás ha tolerado ningún imperio, es que un país pequeño, oscuro en sus mapas mentales, se atreva a decir «aquí hay un pueblo que se respeta». A decidir por sí mismo. A producir, a resistir y a existir sin necesitar la tutela de nadie.

Cuando uno echa la mirada atrás, descubre que este contrabando viene de lejos. Viene de Simón Bolívar, ese loco visionario que se atrevió a decir que un pueblo puede ser libre, aun cuando todos los imperios digan lo contrario. Viene de una guerra de independencia que incendió todo un continente, no únicamente con ejércitos, sino también con nuevos y poderosos imaginarios. En Venezuela no empezó la libertad latinoamericana, pero sí empezó su resistencia y unidad. La independencia no brotó de súplicas o regalías de un país distante, sino de insurrecciones. Y es esa memoria la que no se logra borrar con editoriales de El País, ni con sanciones del Departamento del Tesoro.

Piensen en ello. La historia, esa maestra que los imperios intentan silenciar con ruido de metralla, propaganda y monedas de plata, nos lo ha enseñado una y otra vez que nada puede derrotar a un pueblo decidido a resistir. Hubo un tiempo en que la Vietnam de Ho Chi Minh no era más que un pequeño punto en el mapa, un país de campesinos que osó levantar la cabeza frente a la maquinaria de guerra más sofisticada que el mundo había conocido hasta entonces. ¿Con qué contrabandearon aquellos vietnamitas? ¿Cuál fue su pecado para liberar a los jinetes del apocalipsis del imperialismo? Su exportación era la misma que la que hoy rebosa las fronteras venezolanas para impregnar a un continente: la idea, explosiva y contagiosa, de que la autodeterminación es un derecho innegociable. La idea de que un pueblo pobre, pero unido, puede doblarle el brazo a un Imperio. Como lo hizo también Argelia. Argelia, cuyo pueblo, con las uñas y los dientes apretados de quienes se aferran a la vida, arrancó su independencia al imperio francés, demostrando que la libertad no se mendiga, se conquista.

Y esa fueron las lecciones interiorizadas por un pueblo que a finales del siglo XX, cuando Abya Yala entera parecía resignada a la receta neoliberal, decidió volver a levantar la mano. Chávez, ese joven cadete insolente que el 4 de febrero de 1992 dejo escrito un «por ahora», que la historia supo abraar, llegó a la presidencia con los viejos fantasmas oligárquicos todavía mordiéndole los talones. Pero no fue un presidente: fue un terremoto en el corazón del continente.

Mientras los tecnócratas predicaban privatizaciones, él habló de pueblo. Mientras los bancos exigían sacrificio, él habló de soberanía. Mientras la oligarquía chupaba la sangre de los desfavorecidos, él llamó a expropiar a esos vampiros. Mientras la historia oficial decía que los pobres nacieron para obedecer, él los invitó a gobernar. Y aquella revolución, supuso un crimen imperdonable.

No lo perdonó la burguesía criolla, que soñó con volver a un país donde los cerros no tuvieran voz. No lo perdonó Washington, que no puede tolerar que un país petrolero haga política por y para el pueblo. No lo perdonaron las transnacionales, porque Chávez cometió la herejía más grave de todas: poner los recursos de Venezuela en manos de los y las venezolanas.

Y entonces, la furia de Washington se desató. Debían poder evitar por todos los medios que el «mal ejemplo» de Venezuela se propagara. Primero, llegaron los intentos de golpe de Estado. El secuestro fugaz de Chávez en 2002, orquestado por la CIA y la oligarquía local, pero que el pueblo, descalzo y enfurecido, revirtió con su poderosa e inapelable presencia en las calles. Luego, llegó el asesinato. Sí, el asesinato de Chávez, no con una bala, sino con un cáncer fulminante y sospechoso, sobre el que persisten sombras que la historia, si realmente es justa, algún día desvelará. Porque los imperios no solo matan con misiles, también matan con la ciencia, con la asfixia económica, con la guerra cultural y con sanciones y bloqueos criminales.

Después de la partida física del Comandante Eterno, la agresión se intensificó con las «guarimbas». Esas escenas de violencia callejera financiadas desde el norte, buscaban incendiar el país, sembrar el caos para poder justificar una intervención, dizque humanitaria. Y por encima de todo, las criminales políticas de sanciones, mediante un bloqueo económico brutal, ilegal, diseñado para asfixiar a un pueblo, para provocar escasez en medio de la abundancia, para que el hambre se convirtiera en el verdugo silencioso que llevara a la gente a las calles a pedir clemencia al imperio. Se les negó el acceso a medicinas, a repuestos, a tecnología, a su propio petróleo. Se les robaron miles de millones de dólares en activos, congelados en bancos extranjeros, los piratas occidentales actuaban, mientras los niños venezolanos morían por falta de tratamientos médicos. Fue una guerra económica, un genocidio de baja intensidad, la más absoluta barbarie disfrazada de «ayuda humanitaria».

Y a pesar de todo, Venezuela sigue en pie. Contra todo pronóstico, el país comenzó a producir más alimentos, reanimó sus sectores industriales, logro estabilizar su economía y reconstruyó los mecanismos de distribución. A pesar de los pronósticos de colapso total, de los titulares catastrofistas y los votos negligentes de los países cipayos del Imperio, Venezuela contrabandea hoy otra verdad incómoda: la de su soberanía inquebrantable. Mientras el mundo espera su colapso, Venezuela produce alimentos, Venezuela genera riqueza, adaptándose, resistiendo, construyendo desde las bases. Sus campesinos cultivan la tierra, sus obreros producen bienes, sus científicos desarrollan soluciones propias. Es un milagro de resistencia, un testamento a la indomabilidad de un pueblo.

Y eso, para el imperio, es inaceptable. Porque Venezuela demuestra algo intolerable: que un país sancionado, asfixiado y demonizado puede levantar la cabeza. Peor aún, puede seguir soñando con un proyecto socialista del siglo XXI, inserto en un mundo multipolar que es hoy ya una realidad.

Ante el despliegue militar imperialista a las puertas del caribe, tan solo una advertencia: un eco de Vietnam, un recuerdo de Argelia. Si el imperio, en su arrogancia ciega, decide cruzar la línea que separa la cordura de la prepotencia de un viejo fantasma decadente, si intenta pisar la tierra sagrada de Bolívar con las botas de invasor, se encontrará con algo más que un ejército regular listo para proteger su tierra. Se encontrará con la furia de un pueblo armado, con unas milicias populares organizadas, con un ejército bolivariano imbuido de conciencia patria. Venezuela no será un paseo militar. Venezuela será un pantano, una selva, una montaña donde cada piedra, cada árbol, cada gota de sangre venezolana se alzará contra el bastardo invasor.

Será un nuevo Vietnam, forjado en la resistencia indomable de un pueblo que prefiere morir de pie que vivir de rodillas. Un pueblo que ha aprendido que la libertad no es un regalo, sino una conquista diaria. Y esa es la mercancía más valiosa que Venezuela contrabandea al mundo: la certeza de que la dignidad, la soberanía y la revolución no se rinden. Un ejemplo de esperanza para los corazones de los oprimidos que pueblan este planeta. Que lo sepan en Washington, que lo sepan en Wall Street, que lo sepan en los salones del poder europeos:

«Bastante montaña hay aquí, bastante montaña hay aquí. Yo les voy a decir algo, bastante sabana hay aquí, bastantes islas hay aquí, bastante selva hay aquí, bastante tierra hay aquí. Y Saben una cosa, bastante pueblo hay aquí. Y saben otra cosa, bastantes cojones hay aquí. Para defender esta tierra, para defender esta patria, de cualquier intruso que pretenda venir a humillar, la dignidad de estas tierra sagrada de la Venezuela de todos nosotros ¡carajo!.».

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