El presidente electo de Chile: guardián del viejo orden

por Alejandro Kirk

Como se esperaba, un admirador de ultraderecha del exdictador Augusto Pinochet ha ganado la presidencia de Chile. Su nombre es José Kast, el hijo menor de un exoficial nazi alemán que llegó a Chile a fines de la década de 1940 con documentos falsos.

Es amigo de algunos de los peores asesinos, violadores y torturadores de la dictadura, como Miguel Krasnoff. El propio Krasnoff es hijo de un cosaco blanco, caído durante la Guerra Civil Rusa, un hombre que cumple hoy condenas sucesivas que suman más de 1.000 años (y sumando) por sus innumerables crímenes, y que podría ser indultado por su amigo Kast.

Cuando Pinochet derrocó al presidente socialista Salvador Allende en 1973, la familia Kast, terratenientes del sur de Santiago, fue participante activa y facilitadora de la represión masiva y la venganza que tuvo lugar a raíz del golpe —secuestros, tortura, ejecuciones sumarias— contra los campesinos que habían sido beneficiarios de la Reforma Agraria de Allende.

El hermano mayor de Kast, el fallecido Michael —nacido en Alemania— fue Ministro de Planificación de Pinochet y presidente del Banco Central.

El Presidente electo ha forjado relaciones amistosas con algunos de los personajes políticos más cuestionables que uno pueda imaginar: el brasileño Jair Bolsonaro, el argentino Javier Milei, el salvadoreño Nayib Bukele, la italiana Giorgia Meloni, el español Santiago Abascal, entre otros.

Apoya firmemente las políticas de inmigración de Donald Trump: inspirado por Trump, ha prometido expulsar a 350.000 inmigrantes indocumentados en cuestión de semanas. También está a favor de una invasión militar estadounidense a Venezuela, insinuando incluso que estaría dispuesto a ayudar en el esfuerzo.

¿Es este el comienzo de un nuevo ciclo de fascismo? ¿Está tomando el control en Chile un clon de Javier Milei? ¿Deberían los líderes izquierdistas y sindicales esconderse? ¿Se unirá Chile a Estados Unidos en una guerra contra Venezuela? Si Kast hubiera perdido la elección frente a la candidata de centroizquierda Jeannette Jara, ¿habría tomado Chile un camino muy diferente?

Dos caras de la misma moneda

«Kast es tan fascista como Jara es comunista», ironiza Julio Cortés, abogado de derechos humanos y experto en estudios del fascismo, minimizando la perspectiva de una dictadura fascista. Esto es porque ambos candidatos comparten en gran medida una visión común de los problemas más apremiantes del país, divergiendo sólo en el énfasis, las prioridades y los métodos para enfrentarlos.

La coalición de centroizquierda tras la candidata Jeanette Jara hizo que esta elección pareciera una elección entre democracia y fascismo.

Kast, dicen, devolverá al país a los días oscuros de Pinochet y borrará todos los beneficios sociales supuestamente obtenidos durante 35 años de democracia liberal postdictadura.

Asimismo, toda la derecha y los excentristas que reclutaron, se centraron en el «peligro del comunismo» representado por Jara, militante del Partido Comunista.

El miedo a una restauración fascista —más que la perspectiva de una sociedad socialista, o incluso solo un poco más igualitaria— se convirtió en el único objetivo de los esfuerzos propagandísticos de último minuto, aparentemente desesperados, de Jara.

Los discursos establecidos sobre seguridad e inmigración —ampliamente propagados por los medios de comunicación— se apoderaron del debate, con ambos candidatos compitiendo sobre quién sería más duro que el otro.

Muy revelador es el último informe de Moody’s (analistas globales de calificación crediticia) sobre las perspectivas: «quienquiera que gane, la situación financiera permanecerá estable», afirma, ya que ambos candidatos, aunque desde ángulos diferentes, tenían objetivos clave comunes como la «responsabilidad fiscal» o una menor regulación ambiental para la minería y otros proyectos polémicos.

Jara no logró distanciarse del gobierno del que formó parte como ministra del Trabajo hasta el pasado mes de abril, mientras que Kast martilleaba constantemente que ella era la candidata de la continuidad, aprovechándose de la percepción de un desempeño catastrófico de la administración de Gabriel Boric.

Dicho desempeño no es ni catastrófico ni un éxito resonante, como lo demuestran todos los indicadores: el país ha estado creciendo a un ritmo moderado, la inversión extranjera ha fluido constante, el desempleo y la inflación están bajo control, la inmigración indocumentada ha disminuido y la tasa de criminalidad del país es la más baja de la región.

El problema es que Boric llegó a la presidencia con una plataforma de transformación radical de la realidad económica, social e institucional del país, después de 17 años de dictadura, más de 30 años de un despiadado neoliberalismo «democrático» y una revuelta popular que hizo crujir todo el sistema en 2019.

Para Daniel Matamala, uno de los periodistas más prestigiosos de Chile, la izquierda está acorralada por su propia obra:

“¿Cómo pueden prometer una reforma estructural del sistema de salud, si este gobierno pudo hacerlo, y prefirió rescatar a los dueños de las isapres (aseguradoras privadas) con la plata de sus propios afiliados? ¿Cómo denunciar la concentración económica, después de firmar un negocio fabuloso con Julio Ponce (yerno de Pinochet y beneficiario de privatizaciones fraudulentas)? ¿Cómo levantar la bandera de la igualdad, si renunció a dar la pelea por una reforma tributaria más equitativa? ¿Cómo criticar a las AFP (fondos de pensiones privados obligatorios), si la reforma previsional no las toca ni con el pétalo de una rosa?».

A pesar de todos esos indicadores positivos, Chile se ubica como la nación más desigual de la OCDE (el club de países de ingresos medios y altos), su problema no siendo tanto la pobreza extrema sino la riqueza extrema: una clase media creciente al borde de la pobreza, agobiada por la deuda y excluida de los programas sociales diseñados para los pobres.

Enfurecida, esta clase media fue la principal fuente del estallido social de 2019, y se cree que es la base electoral principal de la sorpresiva tercera fuerza en la primera vuelta presidencial de noviembre: Franco Parisi, un populista que se presentó con una plataforma antisistema denunciando a las élites y prometiendo un trato implacable a inmigrantes y delincuentes.

Con el 20 por ciento de los votos y una fuerte y esencial representación parlamentaria, Parisi parece el contrincante más fuerte para 2029, cuando se celebrarán nuevas elecciones. Su discurso «anti-ideología» y «anti-élite» es, para Cortés (el abogado), un terreno fértil para un movimiento masivo autoritario clásico, de tipo fascista, que reemplace a una izquierda incapaz o no dispuesta a desafiar al capitalismo neoliberal.

Autoritarismo tradicional

La victoria en esta elección pertenece no a una ideología antisistema extremista emergente, sino a un rasgo autoritario sistémico presente en Chile desde los primeros días de la independencia de España en el siglo XIX, afirma Rodrigo Karmy, filósofo y profesor chileno-palestino.

En este sentido, agrega Karmy, a diferencia de Trump o Milei, Kast no es un «outsider» que aparentemente lucha contra un establishment en implosión, sino un «insider» dentro de la clase dominante, cuya misión es consolidar un orden conservador:

«En la crisis mundial de las oligarquías financieras, la nuestra también experimenta una disolución de su hegemonía… (Kast) es un insider de un sistema que mantuvo al dispositivo autoritario como fuerza frenante frente a cualquier potencia democratizadora».

“Por eso, hoy frente al potencial constituyente abierto hace unos años, el orden responde con el autoritarismo oligárquico de siempre que jamás se revocó y siempre estuvo ahí al acecho como un guardián frente a la posibilidad de que los ecos de la Unidad Popular (la coalición de Salvador Allende) pudieran volver”, dice Karmy.

En lugar de bailar al son de la derecha, centrándose solo en la publicidad y los algoritmos para ganar votos en cualquier elección que sea la próxima, la tarea de la izquierda parece ser reflotar esos ecos de esperanza y autonomía –un proyecto de nueva sociedad– por parte de aquellos discriminados o abandonados por un sistema construido sobre y para la desigualdad, que ahora se vuelcan hacia la derecha conservadora extrema y/o el anarcocapitalismo populista.

A esto se le conoce como conciencia de clase. La alternativa es la irrelevancia total.

Deja un comentario