
por Alejandro Mora Donoso
La caricatura difundida a propósito de la bandera de Hamas expuesta en Puerto Montt no busca informar ni aportar al debate público. Opera como un artefacto de propaganda cuyo objetivo es despolitizar el genocidio en curso y reducir la solidaridad con Palestina a una consigna criminalizante, “Hamas es una organización terrorista”. Este encuadre no es ingenuo ni neutral, es una estrategia discursiva que desplaza la atención desde la violencia estructural hacia una simplificación moral que exculpa al perpetrador y estigmatiza la solidaridad.
Para comprender el problema, es imprescindible partir de una precisión básica: no estamos ante un “conflicto”. Lo que se desarrolla desde hace más de 77 años es un proceso de colonización, ocupación militar, limpieza étnica, apartheid y castigo colectivo sistemático contra el pueblo palestino, prácticas expresamente prohibidas por el derecho internacional. Nombrar esta realidad no es una opción retórica, sino una exigencia jurídica y política.
Desde el punto de vista del derecho internacional, el pueblo palestino vive bajo una situación de dominación colonial permanente. Sus territorios han sido fragmentados, su población desplazada, su economía asfixiada y su vida cotidiana sometida a un régimen de control militar. Esta realidad estructural —y no una caricatura— constituye el marco desde el cual emergen las diversas formas de resistencia palestina, en un escenario donde las vías políticas efectivas han sido anuladas.
Es igualmente necesario precisar un hecho jurídico que suele omitirse deliberadamente. Hamás no ha sido declarado organización terrorista por el sistema internacional en su conjunto. Su designación responde a decisiones políticas de determinados Estados que respaldan material y diplomáticamente al Estado de Israel, no a resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas ni a sentencias de tribunales internacionales.
En contraste, el Estado de Israel sí enfrenta acusaciones formales por crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio, actualmente examinadas por la Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia. Esta asimetría jurídica revela el carácter profundamente deshonesto de equiparar la solidaridad con Palestina a la apología del terrorismo, mientras se silencian o relativizan procesos judiciales internacionales en curso contra un Estado.
Reducir la discusión a la exhibición de una bandera es una operación de mala fe. Los símbolos que emergen en contextos de solidaridad internacional no constituyen una adhesión automática a todos los actos de una organización específica. Expresan, en muchos casos, la rabia, la desesperación y la dignidad de un pueblo sometido a exterminio, al que se le han cerrado de manera persistente todas las vías de autodeterminación real.
La pregunta que la caricatura evita deliberadamente es política y ética. ¿Por qué al pueblo palestino se le exige una “resistencia aceptable”, mientras se normaliza el exterminio, el hambre inducida, la destrucción de hospitales, escuelas y campos de refugiados, y el asesinato masivo de civiles, en particular, mujeres, niños y niñas?
La condena selectiva de actores palestinos, sin nombrar el genocidio ni el castigo colectivo, constituye una forma activa de negacionismo. No es neutralidad, insisto, es complicidad discursiva. En Puerto Montt, como en cualquier territorio que se reconozca humano, solidarizar con Palestina no es terrorismo. Terrorismo es bombardear población civil, usar el hambre como arma de guerra, cercar pueblos enteros y destruir sus condiciones materiales de existencia. Terrorismo es sostener un genocidio durante más de siete décadas.
En este marco, resulta imprescindible interpelar directamente la responsabilidad de las autoridades municipales de Puerto Montt respecto de cualquier vínculo institucional, administrativo, cultural, comercial o simbólico que el municipio mantenga —o haya mantenido— con el Estado de Israel y sus agencias oficiales durante el actual proceso de genocidio y castigo colectivo contra el pueblo palestino.
Las municipalidades no son actores neutrales ni meramente administrativos. Son órganos del Estado chileno y, como tales, están obligadas a actuar conforme al derecho internacional de los derechos humanos, al principio de legalidad y a los compromisos internacionales suscritos por Chile. Entre ellos se incluyen la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, los Convenios de Ginebra y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.
Cualquier contacto institucional con autoridades israelíes —reuniones, convenios, intercambios, hermanamientos o formas de cooperación técnica, cultural o de seguridad— no puede considerarse inocuo en el contexto actual. Dichos vínculos contribuyen objetivamente a la normalización política y simbólica de un Estado acusado de cometer crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio. La neutralidad institucional frente al exterminio no existe: o se cumple el derecho internacional, o se lo vulnera.
Estas decisiones tienen consecuencias concretas para la ciudad y su ciudadanía. Puerto Montt no es un espacio abstracto; es una comunidad viva y diversa, que incluye personas migrantes, pueblos originarios, organizaciones sociales, estudiantes, trabajadores y familias que no consienten que su municipio sea asociado a prácticas de apartheid, ocupación militar y exterminio. Mantener relaciones institucionales con Israel expone a la ciudad a un daño ético, político y reputacional, y compromete la legitimidad democrática de sus autoridades locales.
Más aún, existe una responsabilidad activa de prevención. El derecho internacional no solo sanciona la comisión directa de genocidio, sino también la complicidad, el encubrimiento y la omisión deliberada. Cuando una autoridad pública sostiene vínculos con un Estado perpetrador mientras ignora o minimiza crímenes documentados por organismos internacionales, se configura una forma de complicidad política, aunque se intente presentar como cooperación técnica o diplomacia local.
La ciudadanía de Puerto Montt tiene el derecho, y la responsabilidad democrática, de exigir que su municipalidad rompa toda relación institucional con el Estado de Israel mientras persista el genocidio, y que adopte una posición clara y pública en defensa de la dignidad humana, el derecho internacional y la autodeterminación de los pueblos. No se trata de ideología, sino de responsabilidad jurídica, ética y política.
Callar, relativizar o mantener relaciones en este contexto no protege a la ciudad. Por el contrario, la arrastra a una posición de vergüenza histórica, en la que las futuras generaciones se preguntarán qué hicieron sus autoridades locales cuando el exterminio era visible, documentado y denunciado ante el mundo entero.


