Colombia. El fin del ciclo uribista

Por Raúl Zibechi / Giovanni Jaramillo Rojas

Tras una seguidilla de protestas históricas, se hacen notorios los cambios profundos en la sensibilidad política colombiana. Lo más decidido de la elite coquetea con un outsider para permanecer en el gobierno.

Raúl Zibechi

Brecha

Correspondencia de Prensa

Álvaro Uribe Vélez asumió la presidencia de Colombia el 7 de agosto de 2002 y, luego de ser reelegido, continuó en el cargo hasta 2010. Sin embargo, el uribismo hunde sus raíces en la década del 90, durante la gestión de su líder como gobernador de Antioquia, cargo que marcó su rumbo político. Durante esa gestión, Uribe promocionó las Convivir (asociaciones comunitarias de vigilancia rural), que jugaron un papel destacado en el conflicto interno, al haberse integrado a un marco legal favorable a los terratenientes, quienes se armaron para enfrentar a los grupos guerrilleros con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Con los años, buena parte de los miembros de las Convivir se integraron en las Autodefensas Unidas de Colombia, la principal organización paramilitar del país.

Como presidente, Uribe negoció rápidamente la paz con los paramilitares, en 2003, aplicándoles penas máximas de cinco a ocho años, aunque una parte de ellos se reorganizó creando nuevas estructuras armadas ilegales. Finalizó sus ocho años como presidente con índices de popularidad en torno al 70 por ciento, en gran medida por haber reducido la violencia y haber debilitado las guerrillas, que arrastraban una enorme impopularidad, por sus secuestros y sus homicidios. Más adelante, se opuso a su sucesor, Juan Manuel Santos, por haber negociado el fin de la guerra con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y en 2016 se movilizó activamente en la campaña por el No en el plebiscito sobre el acuerdo de paz, que consiguió ganar contra toda expectativa.

Sin embargo, la estrella de Uribe se fue eclipsando, en gran medida porque el discurso de la seguridad comenzó a agotarse: la derrota de la guerrilla fue el mayor éxito de sus presidencias, pero fue la base de su decadencia. Por un lado, porque no pudo ofrecer banderas alternativas a la seguridad (France 24, 12-III-22) y, por otro, porque comenzaron a pasarle factura la corrupción y las evidentes violaciones de derechos humanos que caracterizaron sus gobiernos.

El caso más grave es el de los «falsos positivos», los asesinatos de jóvenes ajenos a la guerra presentados por militares como bajas en combate. Los uniformados que conseguían hacerle bajas a la guerrilla recibían premios, vacaciones y ascensos, mientras que los comandantes que no daban resultados «positivos» eran castigados. La Justicia ha reconocido más de 2 mil crímenes de este tipo durante las presidencias de Uribe, pero se estima que la cifra total en todo el país puede ascender a los 10 mil asesinatos. Algunos organismos de derechos humanos, como Human Rights Watch, consideran que la práctica de los falsos positivos es inédita en el mundo.

A partir de 2006, durante su segunda presidencia, comenzó a conocerse el escándalo de la parapolítica, la relación entre altos cargos del Estado en el entorno de Uribe y los paramilitares. Hacia 2013 habían sido condenados 60 parlamentarios por sus vínculos con grupos armados de ultraderecha y decenas de alcaldes y gobernadores de diferentes regiones.

En julio de 2018, la Corte Suprema de Justicia le abrió una investigación formal a Uribe por los delitos de fraude procesal y soborno, al haberse comprobado la manipulación de testigos. En agosto de 2020, le impuso al expresidente la detención domiciliaria por obstrucción de la Justicia, pero él hizo una hábil maniobra al renunciar a su banca. De ese modo, su caso pasó a la Fiscalía General de la Nación, más comprensiva con él que la Corte Suprema.

Cultura traqueta

Una de las mayores consecuencias del uribismo es la llamada cultura traqueta, «un término procedente del lenguaje que utilizan los sicarios del narcotráfico y del paramilitarismo en Medellín, que hace referencia al sonido característico de una ametralladora cuando es disparada», según el historiador Renán Vega Cantor (Rebelión, 14-II-14). Esta cultura de matones y sicarios, en la que se mezcla lo narco con lo paramilitar, provoca que cualquier situación se resuelva a través de la violencia física. El historiador asegura que «el apego a la violencia, al dinero, al machismo, a la discriminación, al racismo es un complemento y un resultado de la desigualdad que caracteriza a la sociedad colombiana».

Para sostener esa desigualdad ante la creciente organización de campesinos y sectores populares, las clases dominantes y el Estado forjaron una alianza estrecha con los barones del narcotráfico y con grupos paramilitares. De ese modo, se propusieron «erradicar a sangre, fuego y motosierra cualquier proyecto político alternativo que planteara una democratización real de la sociedad colombiana», señala Vega Cantor.

La cultura traqueta arraigó en toda la sociedad y se volvió hegemónica, en particular en la política y el periodismo. «Le rompo la cara, marica», una de las frases célebres de Uribe, hizo buena la sentencia del historiador de que «la cultura traqueta fue asumida por las clases dominantes de este país, que abandonaron cualquier proyecto de la cultura burguesa, que antes les proporcionaba una distinción cultural y un refinamiento estético».

La caída

La verdadera debacle de Uribe, que pasó a ser repudiado por la mayoría absoluta de los colombianos, comenzó en 2019, durante el paro convocado por las centrales sindicales, que, contra todo pronóstico, se extendió durante semanas, de la mano de jóvenes sin futuro que irrumpieron en la brecha creada. Durante la pandemia hubo varias movilizaciones impactantes, pero el verdadero descalabro le llegó con el paro iniciado el 28 de abril de 2021, que se extendió por tres meses. «Uribe, paraco, el pueblo está berraco» fue el grito que estalló en millones de gargantas en los más remotos rincones de un país literalmente cansado de la guerra y, sobre todo, de esa guerra sucia de la que el expresidente es el mejor exponente.

La exitosa serie televisiva Matarife. Un genocida innombrable, estrenada en mayo de 2020, jugó un papel destacado en la nueva conciencia de los jóvenes colombianos. Difundida en Youtube, narra las investigaciones periodísticas que relacionan a Uribe con narcotraficantes, paramilitares y políticos corruptos. Su autor, el periodista Daniel Mendoza Leal, debió exiliarse en España debido a las reiteradas amenazas a su vida.

Los cambios en la sensibilidad del pueblo colombiano se manifestaron ya en las elecciones legislativas de marzo, en las cuales la izquierda eligió la mayor bancada de su historia y la primera minoría, aunque los seguidores del Pacto Histórico –encabezado por Gustavo Petro y Francia Márquez– no tienen mayoría en las cámaras. Según todas las encuestas, este domingo el Pacto Histórico llegará primero, pero habrá una segunda vuelta el 19 de junio.

La sorpresa

Los dos principales candidatos, Petro, por la izquierda, y Federico Fico Gutiérrez, en línea con Uribe y con el actual presidente, Iván Duque, muestran cierto estancamiento en las preferencias, según las principales encuestas. El candidato de la izquierda se acerca al 40 por ciento, pero no suma simpatías desde las elecciones parlamentarias. El uribista apenas supera el 20 por ciento, pero su candidatura no consigue despegar y presenta síntomas de desgaste. El centro, que hasta ahora estaba representado por Sergio Fajardo, exalcalde de Medellín, se está desinflando y nunca consiguió despegar más allá del 10 por ciento. Por el contrario, el exalcalde de Bucaramanga, Rodolfo Hernández, viene creciendo y ahora recibe una fuerte atención mediática.

Uno de los medios más lúcidos de la derecha colombiana, La Silla Vacía, que en las elecciones anteriores apoyó al uribista Duque frente a Petro, es uno de los impulsores de Hernández. El argumento principal de este medio es que Hernández puede derrotar a Petro en la segunda vuelta, algo que el candidato uribista no podría conseguir. «Si Rodolfo pasa a segunda, le quitaría buena parte del apoyo del centro a Petro», razona La Silla Vacía, en tanto que «Fico no se llevaría el apoyo de ninguna figura importante del centro».

El razonamiento es impecable: ganará quien pueda competir por los votos del centro, aquella porción del electorado –integrada por las clases medias urbanas– que rehúye tanto a la izquierda como a la ultraderecha. El «ingeniero» Hernández, aunque presentado como el Trump colombiano por CNN, está creciendo y puede ser el próximo presidente, precisamente por ese aire de tecnócrata millonario, outsider de la política tradicional, pese a sus 77 años, su pasado como alcalde de Bucaramanga y las acusaciones de corrupción en su contra (CNN, 23-V-22). Para la cadena estadounidense, Hernández a menudo se expresa con «groserías». Sin embargo, los medios parecen festejar sus exabruptos, toda vez que no condenan que en 2016 haya dicho a la cadena RCN: «Yo soy seguidor de un gran pensador alemán. Se llama Adolf Hitler».

Más allá de las especulaciones y los virajes de último momento, en las calles de Colombia se respira un clima de tensión, ya que el propio Petro viene advirtiendo de un eventual golpe de Estado y un fraude que buscarían evitar un triunfo que sus seguidores dan por descontado. Mucho dependerá de la cantidad de votantes: si no se supera el nivel histórico de abstención, en torno al 50 por ciento, es poco probable que el Pacto Histórico consiga imponerse en la primera vuelta. El balotaje, en caso de llegarse a esa instancia, parece menos imprevisible. Además de la militarización de la sociedad, que pesa como una losa ante cualquier intento de introducir cambios, hay factores internacionales que en este momento constituyen entrampes mayores que la supervivencia de una oligarquía tan rancia como la que apoya a Uribe: desde 2018 Colombia es la pata latinoamericana de la OTAN como su «socio global» en la región. Nada más y nada menos.

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Crónica de los últimos días antes de la elección

Decidir en Colombia

Tres candidatos se disputan la primera vuelta de las elecciones colombianas. Hay tantas razones para votarlos como electores.

Giovanny Jaramillo Rojas, desde Bogotá

Brecha

María Montero se levanta todos los días a las cuatro de la mañana para preparar las empanadas, los pasteles y las arepas de huevo que vende en el norte de Bogotá. Su casa está ubicada en el sur de la ciudad y, para llegar a la esquina que le sirve como oficina desde hace nueve años, toma tres colectivos. Tarda en llegar, dependiendo del tráfico, entre 90 y 120 minutos. Sus clientes, casi todos oficinistas y obreros de la zona, la conocen como doña Costa.

—El secreto de la fritura nunca está en el relleno, sino en el ají o la salsa que la acompaña –responde cuando un asiduo comprador le pregunta por el delicioso secreto que guardan sus preparaciones.

María arribó a la capital de Colombia a finales de 2008 desde Ayapel, municipio ubicado en el departamento de Córdoba. Dice que 690 quilómetros la separan no de su tierra natal, sino del lugar que mutó en infierno cuando grupos paramilitares desaparecieron a su hijo Daniel, de 19 años, por negarse sistemáticamente a ingresar en las filas del grupo armado. María lo recuerda muy bien: fue el 12 de enero de 2007 a las 4.36 de la tarde. Cinco hombres irrumpieron en el sosiego de la casa y le dijeron a Daniel:

—Este es un ultimátum: ¿te vienes con nosotros a luchar por recuperar a la patria?

Daniel ni siquiera habló. Solo frunció el ceño y movió la cabeza de izquierda a derecha. Dice María que tres de los hombres lo agarraron, lo golpearon y lo subieron a una camioneta Toyota. Al notar la desesperación de la madre, uno de los hombres la encañonó y le gritó que cuidara a sus dos hijas de la rebeldía y que no fuera a ser que se convirtieran en guerrilleras. Las dos niñas permanecían abrazadas al cuerpo de María mientras una nube de polvo cubría la entrada de la casa tras el vertiginoso arranque de la camioneta. Nadie sabe del paradero de Daniel.

María tiene un pequeño póster de Gustavo Petro y Francia Márquez pegado en el carrito de mercado que usa como despensa, mesa de despacho y caja. Termina su historia recalcando que la desaparición de su hijo sucedió en el inicio del segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez y que ese no debería ser un dato menor.

—Necesitamos un cambio ya; un cambio por la vida, por la memoria y por la paz; un cambio que nos incluya y nos escuche a todos por igual. Por eso voy a votar por el Pacto Histórico –dice.

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Alejandro Sanabria viste de traje y corbata. Trabaja en una reconocida empresa inmobiliaria como asistente jurídico y espera graduarse de abogado en el primer semestre de 2023. Es la hora del almuerzo en la zona rosa de Bogotá y, aunque le gustaría comerse algo bien poderoso, se decide por seis rollitos de sushi y una limonada sin azúcar. Lleva años haciendo ejercicio y no quiere arriesgar su figura. Hace todo con su Iphone: pide comida, tiene reuniones, maneja bitcoins, coquetea con amantes, saca fotos de cada cosa que hace y las sube a Instagram, sigue noticias financieras y juguetea con cuadros de Excel como si fueran simples tableros de tetris. A sus 28 años tiene un sueño: irse a vivir a Estados Unidos. Dice que no aguanta más la inseguridad, la ignorancia de la gente ni el atraso infraestructural y tecnológico en el que está sumergido el país. En su muñeca derecha lleva una manilla que dice: «ME IDENTIFICO».

Su candidato es Federico Fico Gutiérrez. Argumenta que votará por él porque es el único que no hará de Colombia una segunda Venezuela y, además, apoya la economía de mercado.

—¿Qué piensas del expresidente Uribe?

—Está viejito y deberían dejarlo en paz. El país le debe mucho –responde con el estoicismo de una convicción.

—¿Cuándo tienes pensado irte?

—Me gradúo, trabajo un par de años para pagar las deudas que tengo con la universidad, termino de pagar el carro, me pongo a paz y salvo con las tarjetas de crédito, aprendo bien inglés y ahorro lo suficiente para vivir mientras consigo un trabajo.

—¿Es mucho dinero el que tienes que conseguir para irte?

—Sí. Pero, bueno, de últimas, me voy y trabajo en lo primero que salga y pago todo desde allá –responde.

***

Juliana Quintero está harta de las palabras izquierda y derecha. Las aborrece y las anula como si se trataran de formas satanistas. Echa la culpa de todo lo que pasa en el país a esas dos facciones, que, según ella, «quieren apropiarse del país y fomentar políticas que solo benefician a sus fanáticos». Es estilista profesional y cuenta con un local propio en el populoso sector bogotano de Galerías. Nació en Ibagué, la capital del departamento del Tolima. Se vino a la capital buscando un mejor futuro y dice haberlo encontrado: se casó, tiene dos hijos, compró un departamento y montó su negocio. Se enorgullece de «no depender de nadie».

En la puerta del baño de su salón de belleza hay una foto de Sergio Fajardo que dice: «Coalición Centro Esperanza. Presidente 2022-2026». Juliana habla del centro como si se tratara de un paraíso en el que no hay radicalismos ni desavenencias de ningún tipo y, por el contrario, sí hay muchos acuerdos y ganas de trabajar.

—La derecha robó y desangró este país; la izquierda nos empobrecerá y entregará el país a la guerrilla. Necesitamos pedagogía, decencia, transparencia. Solo así podemos alcanzar el equilibrio y superar todas las falencias que tenemos como sociedad –sostiene.

Juliana se muestra contenta por ser entrevistada y, mientras dirige el trabajo de sus tres empleadas –dos chicas de Venezuela y una paisana suya–, les explica –clientela incluida– por qué su candidato no solo es la mejor opción, sino la única viable para «salvar esta nación»:

—Él nos va a unir, hará que dejemos atrás tanta polarización y nos abrirá las puertas del futuro.

—¿Cuál es el futuro? –pregunta una clienta mientras le hacen las uñas de los pies.

—El desarrollo, el progreso. ¿No conoce el plan de gobierno de Fajardo? Páseme su Whatsapp y se lo mando. Necesitamos ese votico –replica Juliana, mientras enrolla la colchoneta que usará en la clase virtual de yoga, que toma encerrada en el cuarto de depilación y que está a punto de empezar.

***

José Granados tiene 72 años. Dedicó toda su vida a la mecánica automotriz. Bebe café en una histórica panadería del centro de Bogotá. Agarra su teléfono celular, se toma un tiempo para buscar lo que quiere decir, lo encuentra y lo lee:

—«El mejor candidato es el que no divide al país. Tras un siglo de conflicto, Colombia necesita un candidato que la una. Rodolfo presidente.»

Muestra la cuenta de Twitter de Rodolfo Hernández y asegura que un hombre de su edad (el candidato tiene 77 años) que maneja las redes sociales de forma tan responsable, es ingeniero, adinerado, honrado, directo en su discurso y no proviene de una familia política solo puede ser un buen presidente. En el último mes Hernández se ha caracterizado por no asistir a los debates organizados por diferentes medios de comunicación.

—¿Por qué?

José vuelve, agarra su teléfono y, tras una nueva pausa, lee:

—«Yo ya he dicho todo lo que tengo para decirles a los colombianos. Es una mentira que mi silencio en debates sea porque no quiero exponer mis ideas. Quien quiere escuchar ha escuchado. Quien quiere ver ha visto. Todo es claro ya. Solo falta su voto para cambiar. Rodolfo presidente.»

—¿Hay algo personal que quiera decir a propósito de Rodolfo? –le pregunto.

—Sí, claro. Usted es joven y tiene todo el futuro por delante. ¡Móntense en la rodolfoneta antes de que lo deje el bus! –dice José, sumergiendo, nuevamente, los ojos en la pantalla del teléfono.

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