Memoria Viva: La epopeya sandinista de la que fuimos parte

por José Miguel Carrera


Hace 44 años, en julio de 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional emprendía la ofensiva final contra la dictadura somocista, tan o más criminal que la que oprimía a los chilenos en esos años. En Cuba, en las diferentes unidades militares, donde prestaban servicios militares chilenos, llegaron los mensajes a través de los conductos reglamentarios: sus jefes cubanos los debían presentar en la Academia Militar de las FAR. En nuestro, la UM 2642. El propio jefe de Regimiento llegó a buscarnos al barracón donde se alojaba mi pequeña unidad, una compañía de Infantería. Nunca más he vuelto a esa unidad ubicada en la periferia de La Habana. Todos los citados éramos los chilenos, llevábamos años en la Tarea Militar en las filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba.

Entre los citados empezaron las interrogantes. ¿Será para ir a Angola o a Chile? Nadie lo sabía. Nuestros encargados militares, y obviamente los dirigentes partidarios civiles, tampoco sabían nada. Sólo quedaba esperar. Fuimos informados que recibiríamos una preparación militar especial y de inmediato nos trasladaron a una escuela guerrillera. Hasta ese momento nuestra formación había sido únicamente prepararnos para la guerra del tipo regular. En la época de la dictadura en Chile, sobre todo sus primeros años, cada militante de la izquierda chilena que era detenido se le acusaba de haber recibido preparación militar en esa escuela guerrillera llamada Punto Cero y denunciado públicamente por los diarios de la dictadura, El Mercurio o La Tercera.

Fuimos organizados en un pelotón. Claudio, un oficial destacado, fue designado jefe militar del grupo. El jefe político era Salvador. La orden que recibimos en esa fase de preparación, era ejercitarnos fundamentalmente en el tiro de cañones sin retroceso y morteros, además de la preparación combativa individual. Los oficiales artilleros del grupo ayudaban a preparar a los que no éramos de esa especialidad, como era mi caso. Debo decir que durante toda mi permanencia en las Fuerzas Armadas cubanas nunca había gastado tantas municiones de fusilería, artillería y morteros juntas en un entrenamiento, como hicimos durante la estadía en esa escuela guerrillera.
En mi unidad militar de origen, cuando ejecutábamos el tiro de infantería, se cumplía toda una gama de procedimientos para medir la efectividad del tiro, así como el reglaje de los órganos de puntería del armamento, las posiciones de disparo, la señalética, entre otras series de normas, especialmente las de seguridad. En cambio, en Punto Cero, los instructores cubanos tenían como principal objetivo que apuntáramos bien en las más variadas posiciones de tiro que se pueden dar en un combate real, en la que no está ajena la lucha cuerpo a cuerpo. Ellos contaban en esa escuela, imposible olvidar, con un aro de metal similar al de los arados que arrastran los tractores en los campos, como un blanco de tiro especial. Este debía sonar siempre cuando disparábamos. Si no sonaba significaba que estábamos apuntando mal y los instructores nos corregían de inmediato.

Continuó la intensa preparación sin saber todavía el objetivo de la nueva misión. Nadie sabía en verdad para que era la preparación y en el oficio de militares revolucionarios en que nos habíamos formado, no es costumbre siquiera preguntar. Se realizaban las prácticas de tiro, de día y de noche, tiro artillero simulando condiciones de lucha irregular, aprendimos el tiro llamado “vietnamita” – tenía ese nombre debido a que en la guerra contra los invasores yanquis los combatientes vietnamitas los atacaban solo con el tubo-cañón del mortero y las municiones; los órganos de dirección de tiro del mortero eran los brazos, ojos y oídos de esos heroicos guerrilleros.
Encontrándonos en el área de ejercicios de tiro, un día fuimos llamados urgentemente al lugar de formación frente a nuestro albergue. Teníamos una importante visita. Era nada menos que el comandante Fidel Castro, el líder de la revolución cubana en persona y una comitiva de jefes que lo acompañaba. Claudio, como jefe de pelotón, dio el parte reglamentario. El legendario comandante nos dijo que pasáramos a una sala donde hablaría con nosotros.

Fidel tomó la palabra diciéndonos algo así como lo siguiente:

“El pueblo nicaragüense está dando una dura y sacrificada contienda en contra de la tiranía somocista, y el FSLN está a la vanguardia de esa lucha. El triunfo popular es inminente, tienen armamento de artillería, pero no cuentan con especialistas. Han solicitado apoyo a Cuba, y de acuerdo a nuestros principios, se la daremos”.

Nos indicó en una pizarra un esquema, que representaba el lugar donde se desarrollaban los combates de uno de los frentes de guerra, el Frente Sur “Benjamín Zeledón” éste se enfrentaba con las fuerzas de élite de la Guardia Nacional del dictador Somoza. El dibujo mostraba el borde delantero de los guerrilleros, un puente que cruzaba un río llamado Ostayo, la carretera Panamericana que lo atravesaba, la frontera con Costa Rica, el gran Lago de Nicaragua y otros datos importantes.
Para nosotros quedaba claro ahora cuál sería la misión de los oficiales chilenos: Combatir junto al pueblo de Nicaragua. Y semejante Jefe dándonos la misión. Todo un honor.

El comandante nos dijo que sabía que nosotros estaríamos dispuestos para combatir en Nicaragua, pero faltaba la autorización del Partido Comunista chileno, en el que en ese tiempo militábamos. Por lo tanto debíamos esperar. Luego se retiró con su comitiva, pero antes nos preguntó qué estábamos comiendo, si estábamos conformes con el alberge, entre otras cosas.

Luego de la visita de Fidel, un suceso extraordinario para todos los presentes, se intensificó la preparación combativa. No había tiempo que perder. Nos sentíamos orgullosos de estar en ese lugar. Y aquí sucede lo extraordinario. Me había criado en una población de la zona sur de Santiago, en la comuna de La Granja, específicamente en la población João Goulart, nombre de un presidente democrático brasileño que fue derrocado por un golpe militar. La dictadura chilena, en un acto rastrero, cambió su nombre por Villa Brasil para caerles en gracia a los militares golpistas brasileños. La población era vecina de otra muy luchadora, la Yungay, y de la no menos importante y conocida población San Gregorio en el paradero 23 de la avenida Santa Rosa. En otras palabras, yo, orgulloso hijo de pobladores, tuve el honor de ver dos veces en un mismo día al comandante Fidel Castro, porque se apareció de nuevo esa noche.
Con la comitiva nuevamente frente a nosotros y ante un grupo expectante y sin habla, planteó que la dirección partidaria chilena estaba de acuerdo, y él no podía esperar hasta el día siguiente para informarnos. La emoción en esa pequeña sala fue increíble, todos al unísono empezamos a cantar la Internacional, el himno de los trabajadores del mundo y se acabó la reunión. No había más que hablar. Hubo otras visitas del jefe de la revolución cubana, pero yo no estaba en Punto Cero. Iba rumbo a Peñas Blancas, el puesto fronterizo entre Nicaragua y Costa Rica, siguiendo a otros hermanos que partieron primero.

Muchas historias se cuentan acerca de esos dos encuentros en que yo tuve el honor de participar. Lo más simpático, pienso yo, es que un oficial de sobrenombre “Chino” se quedó con el habano, el puro que había estado fumando Fidel. Durante todo el tiempo que duró su permanencia en Punto Cero, que no fue mucha, andaba por todos lados con el tabaco apagado en la boca para que no se gastara.

Emociona recordar a los militares que estaban conmigo en ese momento, sobre todo a los que hoy no están vivos y que murieron en esa misión: el Teniente de Infantería Edgardo Javier Lagos, el Teniente Artillero Days Huerta Lillo, el Teniente de Infantería Miguel Rojas. Y tantos otros hermanos que entregaron su vida después del triunfo revolucionario de 1979, en la lucha para combatir a la contra revolución, junto a los guerrilleros de El Salvador y los internacionalistas que cayeron en Chile, combatiendo a la dictadura.

En conjunto con los cubanos, nuestros responsables seleccionaron los grupos para incorporarnos al combate. Fuimos organizados para el viaje, pero no sabíamos que junto a nosotros, también viajarían combatientes socialistas chilenos y de varios países, nicaragüenses, guatemaltecos, salvadoreños y uruguayos. Eso lo descubrimos en el aeropuerto cuando abordamos el avión que nos trasladaría a Centroamérica.
En ese viaje también partieron nuestras compañeras de la Tarea Militar, las diez jóvenes médicos militares chilenas. Los seudónimos de guerra de estas valientes internacionalistas eran: Julia, Elena, Ada, Gisela, Mayra, Elda, Oisis, Betty, Doris y Aleida, y están inscritos en la historia combativa del FSLN y de Nicaragua. Todas ellas eran especialistas en aseguramientos médicos militares. Dos de ellas, Mayra y Ada, eran madres cuando emprendieron el viaje a Nicaragua. La primera, dentista de profesión, tenía una niña de dos años y la segunda, cirujana, una hija de apenas un año. No dudaron en cumplir esa misión que les encomendaba en ese momento la revolución cubana.

Después de la guerra nos enteramos que muchos chilenos civiles, exiliados en Cuba, hombres y mujeres de diferentes partidos de la izquierda e independientes, recibieron una intensa preparación militar en esa época. Estaban listos y decididos para unirse a la guerrilla sandinista. Sin embargo, la guerra finalizó antes de que terminaran su preparación.

Antes de partir nos llamaron a formar para repartirnos nombres, según se nos dijo. Formamos una fila, y tal como uno ocupó un lugar al azar en esa fila, así fue bautizado. Recibimos nombres como Benjamín, Salvador, Eduardo, Evaristo, Amado, René, Omar, Mario, Rafael, Gustavo, David, Gladio, Celsio, David, Julio, Armando, Arístides, Andrés, Germán, Augusto, Nibaldo, Cipriano, Gonzalo, Gualberto, Juan Carlos, Hugo, y Joaquín, entre tantos otros seudónimos que aparecieron por primera vez y que nos acompañarían por muchos años. Varios no quedaron conformes con sus nuevos nombres, que también incluían apellidos. Algunos no eran muy bonitos, pero no nos quedaba más remedio que aceptar, porque a medida que a uno lo bautizaban, sacaban una foto y hacían el pasaporte. No recuerdo ahora de qué nacionalidad eran esos documentos. También nos hicieron firmar una carta muy formal y solemne, que a más de uno lo hizo meditar. En ella dejábamos indicado a quién queríamos que se le comunicara nuestra muerte y le entregaran una pensión póstuma.
Luego que salió el primer grupo le tocó al mío. Me refiero a los oficiales comunistas de nuestro campamento, ya que después nos enteramos que cuatro oficiales artilleros socialistas ya habían viajado y participado en la toma de Peñas Blancas, pueblo fronterizo de Nicaragua.

Acomodamos en una pequeña maleta las pertenencias que nos asignaron para esta misión. Estas incluían dos uniformes verde olivo, binoculares, botas, una muda de ropa interior, la necesaria regla “táctica” para el trabajo con los mapas, una brújula y una muda de ropa civil. Y así, vestidos de paisanos y con el resto de las cosas en el maletín, partimos desde la escuela al aeropuerto de La Habana. De ahí emprendimos el vuelo a un lugar que nosotros desconocíamos, y que resultó ser finalmente el aeropuerto de Panamá.

Todos en el grupo vestíamos de manera parecida; llevábamos un único modelo de maletín que solo variaba en su tonalidad, cargado al azul o al rojo; parecíamos una delegación deportiva. Sentíamos que llamábamos poderosamente la atención de los demás pasajeros del avión y más todavía cuando llegamos al aeropuerto de destino. Pero por la fluidez del paso por la aduana panameña nos quedó claro que el gobierno del General Omar Torrijos apoyaba la causa sandinista, sin lugar a dudas. Entregábamos el pasaporte a los funcionarios panameños de inmigración y salimos del aeropuerto a una casa de seguridad en plena Ciudad de Panamá.
En los grupos posteriores, diversificaron las “pintas” de los viajeros, según nos contaron, y más encima les pusieron acompañantes (maridos o esposas postizas) para dar una señal de más normalidad y compartimentar mejor el viaje.
En la casa de seguridad panameña de los sandinistas había más combatientes esperando viaje. Los dueños de casa nos dieron una rica comida y un sabroso café negro. De repente se dio la alarma, nos dijeron que estaba listo el avión y debíamos continuar la marcha hacia nuestro destino final. Subimos a un microbús muy caribeño, pintado en su interior de múltiples colores y una radio a todo volumen. Ya en el aeropuerto entramos directamente a la pista aérea. El bus se detuvo cerca de un pequeño avión al que nos indicaron que subiéramos por la parte posterior. Éramos alrededor de veinte personas entre mujeres y hombres, todos jóvenes, guatemaltecos, nicaragüenses y chilenos.

Luego de una espera que pareció interminable, el avión tomó la pista y comenzó el vuelo. Era de día y al lado del piloto iba un hombre armado. Para no caernos debíamos afirmarnos de unos cordeles y mallas colocadas en las paredes laterales del avión que utilizamos como agarraderas. No tenía asientos el avión. Algunos “pasajeros” se acomodaron sentados en el suelo; yo me quedé parado, no sé por qué, a lo mejor para estar más atento. Tampoco sabía cuánto duraría el vuelo.

El avión de transporte de carga, era totalmente abierto. La cabina estaba unida al área de carga, o de pasajeros en este caso, y se podía ver al piloto. Durante el viaje empezó a llover violentamente, como llueve en Centroamérica. El agua entraba por la puerta trasera. Ninguno de nosotros hablaba, sólo nos mirábamos. El silencio absoluto permitía que sólo se escuchara el ruido del motor y de las hélices del avión. Así como empezó, cesó la lluvia, dando lugar al calor y la humedad. Nos percatamos que había cambiado un poco el ruido del avión. Daba la impresión de que bajábamos, lo que significaba que se terminaba el viaje y estábamos llegando a nuestro destino. Seguíamos sin saber dónde aterrizaríamos. Nadie tenía idea.

El piloto enfiló el avión a un campo que parecía pista, y -esto lo recuerdo muy bien- había ganado pastando en ella, vacas. El piloto echó una maldición y,  por lo que dijo después, asumimos que era panameño. Hizo una pasada rasante para, según él, espantar a los animales, volvió a elevarse y enrumbó nuevamente hacia la probable pista de aterrizaje, la que ya estaba despejada de animales. También esta bajada y subida podía significar una señal a los que nos esperaban. Y nos aprestamos para aterrizar. Apretamos puños y dientes. Una vez que tocamos pista tiritábamos por el movimiento del desplazamiento en el terreno y sentimos un gran alivio cuando nuestro avioncito comenzó a detenerse en su rodar en el pastizal de la improvisada pista aérea.
Fue un éxito el aterrizaje. Para nuestra tranquilidad y alivio, estábamos enteros, pero esto duró poco. Se abrió la gran puerta trasera del avión y su copiloto nos indicó con señas de que debíamos bajar inmediatamente. Obedecimos rápidamente sin preguntar y nos tiramos a la tierra con nuestros maletines. Para nuestra sorpresa y preocupación, apenas se bajó el último, cerraron la puerta y el avión emprendió nuevamente el vuelo de forma inmediata.

El piloto se fue con su copiloto sin decirnos absolutamente nada. En otras palabras, nos dejaron en medio de la nada sin saber cómo contactarnos con alguien, o por lo menos siquiera saber en qué país estábamos, si en Panamá, Costa Rica o Nicaragua. En medio de todas esas dudas, alguien indicó que nos ocultáramos bajo unos árboles. Era de día, podían descubrirnos y no teníamos ningún armamento para defendernos. Tampoco sabíamos quiénes nos podrían descubrir y de quién defendernos, ni cómo identificar a los buenos, y menos a los malos.

Nos arrimamos a unos árboles cerca de un camino de tierra, esperando que aparecieran a recogernos. No sé cuánto tiempo transcurrió. Cundía en nosotros una muy justificada inquietud, para decirlo elegantemente. Por fin empezamos a sentir ruidos de vehículos, y por las señales de luces que hacían asumimos que nos buscaban a nosotros. Salimos poco a poco de nuestro improvisado escondite con mucha desconfianza. Nos dieron la bienvenida invitándonos a subir en las cabinas de unas modernas camionetas y partimos rumbo al frente de guerra. Eso era lo que nosotros ansiábamos y esperábamos.

Tomamos rumbo en dirección a la aduana fronteriza entre Nicaragua y Costa Rica por la carretera Panamericana. Ahí supimos que habíamos aterrizado en territorio de Costa Rica, a unos veinte o treinta kilómetros del frente de guerra. Los sandinistas controlaban la aduana de los dos países y una franja de territorio nicaragüense desde la frontera hasta una línea o borde delantero más al norte limitado por un río llamado Ostayo, el mismo que había pintado Fidel en la pizarra del centro de entrenamiento de Punto Cero. A la derecha estaba el gran Lago de Nicaragua y por la izquierda, a mucha distancia, estaba el Océano Pacífico.

Antes de viajar a Nicaragua conocíamos muy poco de ese país, casi nada.
Por lo menos en mi caso, la primera noticia concreta que escuché de los nicaragüenses, aparte de haber leído algunas cosas del General Augusto César Sandino, fue cuando estudiaba medicina en Cuba en diciembre de 1974. Me enteré por el noticiero cubano que un grupo de sandinistas había tomado una casa en el centro de Managua, la de un partidario del dictador Somoza llamado  “Chema Castillo” y en forma decidida lograron el rescate de varios de sus hermanos encarcelados.
Aparecían en las noticias los nombres de los combatientes del comando y ni siquiera imaginaba que después del triunfo de la revolución nicaragüense tendríamos el honor de conocerlos, por lo menos a varios de ellos.

En la propia escuela de Punto Cero y con la ayuda de mapas y documentos, supimos que Nicaragua era el país más extenso de América Central, y que en esa época tenía unos tres millones de habitantes. Que por el norte limitaba con Honduras y al sur con Costa Rica, y por el este con el Mar Caribe y al Oeste con el Océano Pacífico. El territorio donde las fuerzas del Frente Sur desarrollaban sus combates correspondía al Departamento de Rivas, ubicado al suroeste de Nicaragua. Este lugar corresponde a un istmo, dispuesto entre las aguas del océano Pacífico y del Lago de Nicaragua. Es como un «pasillo», cruzado en toda su extensión por la carretera Panamericana hasta llegar al puesto aduanero de Peñas Blancas, ubicado en la frontera con Costa Rica.
La lucha por la liberación de Nicaragua es sorprendente. Las generaciones de patriotas de ese país  nunca dejaron de combatir por la justicia, Sandino era su héroe nacional y Carlos Fonseca, junto a Santos López, Tomás Borge, Silvio Mayorga y otros revolucionarios fundaron el FSLN. Tres años antes del triunfo sandinista Carlos Fonseca, líder máximo, había caído en combate.

Pero más sorprendente aún, sobre todo para un chileno, es enterarse que Gabriela Mistral, nuestra poetisa Premio Nobel de Literatura (1945) defendía en sus escritos al héroe de las montañas nicaragüenses, Augusto C. Sandino, divulgando su lucha y reclamaba el deber de los latinoamericanos de apoyarlo.

En su escrito “En París, 1928” Gabriela nos dice: “El general Sandino carga en sus hombros vigorosos de hombre rústico, sobre su espalda viril de herrero o forjador, con la honra de todos nosotros. Gracias a él la derrota nicaragüense será un duelo y no una vergüenza; gracias a él, cuando la zancada de botas de siete leguas que es la norteamericana, vaya bajando hacia el Sur, los del Sur se acordarán de ‘Los dos mil de Sandino’, para hacer lo mismo”. Y agrega: “Los hispanistas políticos que ayudan a Nicaragua desde su escritorio o desde un club de estudiantes harían cosa más honesta yendo a ayudar al hombre heroico, héroe legítimo, como tal vez no les toque ver otro, haciéndose sus soldados rasos (al cabo tiene Nicaragua dos fronteras no demasiado pequeñas y que es posible burlar). Cuando menos, si a pesar de sus arrestos verbales, no hacer el préstamo de sí mismo, deberían ir haciendo una colecta continental para dar testimonio visible de que les importa la suerte de este pequeño ejército loco de voluntad de sacrificio”.

Nuestro Fidel Castro, pudiéramos decirlo así, fue quien vino a ayudarnos a responder el llamado de Gabriela Mistral a los jóvenes chilenos de apoyar a la causa de Sandino en Nicaragua, aceptando el pedido de apoyo del FSLN a Cuba en los meses previos al 19 de julio de 1979. Al designarnos a nosotros, un grupo de chilenos que formábamos parte de las FAR de Cuba, para cumplir esa misión internacionalista en Nicaragua, quizás Fidel nunca imaginó que nos estaba permitiendo, como pueblo chileno, además de cumplir el pedido de Gabriela Mistral, el devolver la mano solidaria que el mundo entero extendía a Chile, impactado por el golpe militar de la derecha que derrocó al gobierno de Salvador Allende.

Cuando se dio inicio a la segunda fase de la ofensiva final en el Frente Sur “Benjamín Zeledón”, gran parte de los oficiales chilenos formados en Cuba ya habíamos ingresado a Nicaragua y pudimos ser parte de esa epopeya que significó el triunfo de la Revolución Popular Sandinista del 19 de julio de 1979.

Gloria eterna a los combatientes internacionalistas chilenos: Juan Cabezas Torrealba, Mario Guerra Ruiz, Days Huerta Lillo, Edgardo Lagos Aguirre, Miguel Rojas Contreras, Roberto Lira Morel, David Camú, Juan Cortés Zuleta, Alberto Geraldo Bonilla, Charlo Reyes, Juan Palavecino, Jorge Olivares Vega, Luis Emilio Mendoza, Volodia Alarcón, Antonio Ibáñez Godoy, Víctor Otero, Cristian Bascuñán, Roberto Diez, Aníbal Maur, Ramón Navarro Villar, Víctor Romeo de la Fuente, Iván Figueroa, Aníbal Espinoza, Pedro Hernández, Jorge Casares, Orlando Contreras, Víctor Minué, Antonio Cortés, José Silva, Moisés Marilao Pichun, Juan Henríquez Araya, Joaquín Valenzuela Levi, Antonio Madrigal, Julián Peña Maltes, Roberto Nordenflycht, Raúl Pellegrin Friedman y Ana Flores Hernández.

José Miguel Carrera.

Santiago, Chile, Julio de 2023

2 comentarios en “Memoria Viva: La epopeya sandinista de la que fuimos parte

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